Del otro lado de la puerta.

– Marcos, se acabó el jabón para el lavarropas … – La voz de Mirta sonaba gastada. Hasta hace unos días se la escuchaba enojada primero y triste después. Siempre venía la puteada al final. Ahora no. Solo se escuchaba el desgano y el cansancio en cada frase.

– Bueno. Me fijo como hago. Quedate tranquila. Si querés te rallo un pan de jabón blanco que quedó en el fondo. Para salir del paso. Después veo… –

El silencio que llegó desde el patio no lo sorprendió. Mirta tenía esa habilidad. Lloraba en silencio para que nadie la escuche, un poco por orgullo y otro poco para cuidar a su familia. Salía sigilosamente y con un brazo en la cintura y la otra mano agarrando la soga de colgar la ropa, dejaba salir su llanto silente y profundo. Verla así era como ver la tristeza en su máxima expresión.

Marcos lo sentía como una muestra palpable del cansancio que le había ganado la batalla a su compañera. El también estaba cansado, pero más lo podía la bronca. No pegaba un ojo hacía días, meses, pensando y pensando de qué manera darle de comer a sus dos hijos. Ellos dos eran grandes y ya habían pasado por esto. Mate y galleta y se pasaba el día. Pero los chicos…

El más grande parecía darse cuenta de la situación y se movía por la casa con mucho cuidado. Casi no se lo sentía. Ahora mismo tendría que estar en la escuela, pero no hubo forma de conseguir un guardapolvo, ni nuevo ni usado. Y los útiles… apenas si alcanzó para un cuaderno de tapas blandas, un lápiz y una goma. Las zapatillas ya no daban más. Tenía vergüenza de ir así a la escuela y no era porque los demás estuviesen mejor, pero él no quería.

Su hermana en cambio, con sus cinco años vivía ajena a todo esto. No extrañaba el jardín. En casa la pasaba bien, jugando son sus muñecas y siguiendo a su mamá por toda la casa. A veces la alzaban en brazos y la apretaban muy fuerte. La besaban con desesperación y trataban que no se diera cuenta de las lágrimas. Y a ella eso le gustaba. – Hijita, mi hijita…- le decían y la apretujaban hasta hacerle doler. Ponía la cabeza sobre el pecho de Mirta o de Marcos y ahí se quedaba. Con los ojos cerrados aprovechando al máximo la oportunidad de ser mimada. La pobreza tiene la extraña manía de solidificar algunos vínculos. O dijo como dijo alguien – nos amamos en defensa propia-

Marcos salió de la casa como cada día desde que se quedó sin trabajo, hacía ya más de un año. Con la esperanza de encontrar una changa y comprarle a Mirta su jabón preferido y algo de comida para todos. Se vistió lo mejor que pudo y con la cabeza en alto encaró para el lado de la avenida. Igual que todos los días, las mismas caras y las mismas conversaciones salieron a saludarlo. Mientras caminaba, el recuerdo de Mirta bajo la ducha, dándose un baño de película, como ella misma decía, frotándose el cuerpo con esa cara de alegría y de placer que a él tanto le gustaba. Tenía que conseguir algo para llevarle el jabón para la ropa y el jabón para el baño.

Nadie le pudo ofrecer nada. El día fue pasando como un calco de los últimos meses. Un nudo en la garganta casi lo ahoga cuando dobló la esquina y vió la silueta de su casa recortada en el atardecer, perfecto corolario de una jornada para el olvido. Era una casa sin terminar como la mayoría de esa cuadra. Si hubiese aguantado un poco más en el laburo, pensó mientras abría el portón de madera. Pero no hubo caso. Primero lo suspendieron una semana, después un mes y cuando quiso acordarse, la fábrica ya no existía más. Se cansó de ir a ver al contador a pedirle que le pague lo que le debía. Amenazó, pidió, rogó, gritó hasta que una tarde se encontró llorando abrazado a la pierna del contador, que también lloraba.

Entró a la casa en silencio. Abrió la puerta muy despacio. Lo contenta que se había puesto Mirta con esa puerta nueva. Lo había abrazado fuerte cuando él llegó con el Silvio cargando la pesada puerta de madera con picaporte y manija de hierro forjado negro. Y a él se le hinchaba el pecho.

– Te gusta, negrita ? -le preguntó, mientras le acariciaba los hombros.

– Me encanta, mi amor. Estoy tan contenta. Y orgullosa de vos – le dijo con los ojos llenos de lágrimas. Esa puerta era la suma de días y días sin cenar, salvo los chicos. Sin detergente ni shampoó, ni café. Pero el sacrificio había valido la pena. Ahora tenían una puerta fuerte y linda.

Entraron a la casa abrazados; Marcos acomodó la puerta en el fondo y se quedó mirándola un rato largo. Algo parecido a una sonrisa se le pintó en la cara.

Ella estaba orgullosa de su compañero que había conseguido salir de la droga y el afano. No fue fácil. En el barrio nadie le quería dar trabajo porque durante años anduvo con mala junta. Ella enseguida supo que debajo de esa máscara de duro, había un Marcos diferente. Mejor. Y no se equivocó. Lo único que necesitaba es que alguien creyera en él. Y que lo quisiera. Y eso era lo que Mirta pudo darle a manos llenas. Amor y comprensión. Afecto y confianza.

Consiguió su primer trabajo en la fábrica limpiando vidrios, patios y baños. Con el tiempo se fué ganando la confianza del capataz que le dio la oportunidad de aprender un oficio. Y así vino el primer hijo. La casa necesitaba un poco de atención. La pieza de los chicos (ya pensaban en la parejita) fue la prioridad. Los sábados y domingos salían a caminar y a ver vidrieras. Se pasaban horas haciendo números y eligiendo ventanas, cerámica, pintura y apliques de luz. Los fines de mes eran complicados, pero Mirta hacía magia con el sueldo de Marcos y ella ayudaba un poco haciendo tortas que vendía entre sus conocidos. Encararon la cocina y se repetía la historia. Con mucho esfuerzo consiguieron hacer de la cocina un lugar cálido y agradable, donde pasaban horas haciendo planes y tomando mate.

Marcos pensaba todo esto mientras cerraba la puerta. Sobre la mesa de la cocina un plato de arroz lo esperaba. Debajo, asomaban dos papeles con la inconfundible letra de Mirta. Uno con una breve lista de cosas para comprar. El otro decía:

– Me acosté temprano. Estoy muy cansada. Te dejé un poco de arroz. No hay más pan. Se lo dí a los nenes y guardé uno para el desayuno. A la nena le dolía el oído, así que estuvo fastidiosa todo el día. Si conseguiste algo de plata, mañana voy a pedirle algo a mamá para comprar las gotas para los oídos. Y si puede que me dé algo para ir al almacén – discúlpame. Te amo.

Marcos estrujó el papel hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Una multitud de sentimientos se le arremolinó en la garganta y su mirada recorrió la cocina con los tarritos de colores, la olla reluciente pero vacía. Las tres sillas de caño (no llegaron a comprar la cuarta) con respaldo con flores grandes. Abrió la heladera para guardar el arroz. Se lo dejaría a los nenes para mañana. Tomó un gran vaso de agua.

Se cambió a oscuras. Se puso un pulóver negro, viejo y una campera lisa. Se cambió los zapatos gastados por un par de zapatillas y el pantalón de vestir por un jogging gris. Sacó una gorra del fondo del cajón y un pasamontañas. Acercó una silla al ropero.

Antes de subirse se quedó un momento mirando la cara de Mirta que dormía abrazada a la nena. Las dos profundamente dormidas. Las dos metidas una dentro de la otra. No pudo sonreír. Apenas una mueca y una lágrima que bajó por su mejilla lentamente, como un mal presagio.

En medio de la oscuridad tanteó con la yema de los dedos la parte de arriba del ropero; estaba llena de polvo. No tardó mucho en rozar la bolsa de tela que envolvía el 38 Special. No recordaba que pesaba tanto. Lo acomodó dentro de la campera y bajó lo más silenciosamente que pudo de la silla.

Antes de salir a la calle se asomó a la habitación donde dormía su hijo. No se animó a besarlo por miedo a despertarlo y un poco por vergüenza.

Pasó por la cocina, agarró la lista de la compra y con un suspiro se dejó llevar por su historia. Cuando cerró despacito la puerta, ya era otro.

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